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P. José Luis Vega s.x.

Una gran fuerza de colaboración

En no pocas ocasiones, trabajando como sacerdote con jóvenes y familias he escuchado el argumento de: Si te vas al seminario, en el caso de los varones o al convento en el caso de las mujeres, te alejarás de tu familia casi al punto de olvidarla y perderla. Vaya, que percepción tan equivocada.

No juzgo a quienes, por alguna razón han llegado a pensar de esa manera. Considero que seguramente, esa forma de reflexionar se genera por el escaso conocimiento que se tiene de la vida consagrada. Contrariamente, un joven o una joven que se siente atraído(a) a una consagración particular a Dios posee una familia como todas las demás personas. Una familia con la cual crece en todas las etapas de su vida. Una familia con la cual comparte sus sueños, sus ilusiones, sus retos y de la cual recibe grandes beneficios materiales, humanos, psicológicos, morales, afectivos, espirituales, como cualquier otra persona desde su propia vocación.

En el momento del discernimiento vocacional, la familia es un elemento imprescindible para una verdadera formación humana y espiritual del futuro mensajero(a) de Dios. Nuestra vocación está ligada íntimamente a ella, pues aun cuando Dios siembra en la vocación en una persona, quien brinda los primeros cuidados y ayuda a crecer es la familia.

De la misma manera que los miembros de cualquier familia crecen y se van relacionando y vinculando vecinal, laboral, afectivamente, con otras personas sin perder el cariño, el reconocimiento, el respeto y el amor por sus padres, hermanos u otros miembros familiares sin mantenerse necesariamente unidos físicamente a ellos; quienes hemos recibido de parte de Dios el sacerdocio y/o la vida consagrada seguimos teniendo una fuerte relación con todos ellos a través de los medios de comunicación y cuando compartimos con ellos en nuestros períodos vacacionales, pero mas aun, a través de la oración y la realización del proyecto de Dios en nuestra propia vocación.

La comunicación con nuestros familiares, en gran parte de los casos, va estableciendo una enorme red de fraternidad que rebasa inmediatamente el vínculo puramente biológico. Nuestros familiares, conociendo nuestros proyectos y actividades se convierten en una gran fuerza de colaboración, ánimo y entusiasmo en favor nuestro y de la Iglesia. Ellos se encargan de contagiar a otros de la necesidad de orar por las vocaciones, por las misiones, por las necesidades que existen muchas veces en otros lugares de evangelización y hasta para pedir a Dios fortaleza y paciencia en nuestro favor cuando atravesamos momentos de dificultad, pruebas y peligros. Ellos siguen siendo el consuelo y alivio también durante nuestras fatigas y enfermedades. Pero al mismo tiempo se van hermanando con las personas con quienes trabajamos. A través de nosotros van conociendo sus culturas, sus tradiciones y sus necesidades. Nuestros familiares directos van comprendiendo, también, que cuando estamos físicamente lejos de ellos, siempre habrá personas que se conviertan en nuestro padre, madre y hermanos aun con diferentes características para cuidar de nosotros. Es así que lejos de perder a nuestra propia familia al consagrarnos a Dios, vamos construyendo, como decía san Guido María Conforti, fundador de los Misioneros Xaverianos una sola familia en favor de la construcción del reino de Dios.