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P. Pablo Emmanuel Torres s.x.

Su nombre era Oscar

El pasado 7 de marzo, en el Vaticano, se presentó a la Santa Sede el milagro que podría llevar a los altares en calidad de santo al que fuera obispo de El Salvador, Oscar Arnulfo Romero, martirizado en 1980 por proclamar la justicia para su pueblo, denunciando la corrupción política del país que pastoreaba. Recordando que su beatificación se llevó a cabo el pasado 23 de mayo de 2016, el pueblo salvadoreño ya alababa e imitaba a su querido pastor Romero.

El milagro que oficializa la canonización de monseñor Romero se debe a que una salvadoreña embarazada llamada Cecilia Rivas se le había diagnosticado una enfermedad terminal, y los médicos ya no le daban muchas esperanzas. Su esposo sabiendo de la beatificación de monseñor Romero se encomienda a su intercesión al igual que toda la familia. La situación de la mujer se complica y le hacen una cesárea para que el bebé pudiera sobrevivir. El dictamen médico sobre el estado de la mujer era que solo faltaba esperar.

Después de tomar la decisión de mantener a Cecilia en coma inducido, la espera del final parecía acercarse, sin embargo, Dios tuvo la última palabra. A los cinco días, aproximadamente, el estado de salud de Celia pareció mejorar, los médicos sorprendidos siguieron con el caso hasta que llegó a recuperarse completamente. El cardenal salvadoreño Gregorio Rosa Chávez reunió las pruebas médicas, análisis, radiografías, otros documentos y los testimonios para respaldar el milagro y fueron enviados a Roma. Sin duda lo acontecido ha sido una intervención de Dios.

Los milagros existen y son reales, pero por ser extraordinarios, son pocos y no a todos se nos conceden, son regalos y manifestaciones de Dios y su bondad. Ante esos regalos no podemos desanimarnos, tener enojos o envidias por no tener uno de ellos, al contrario debería darnos gusto de que Dios se acuerda de nuestros hermanos. Así como monseñor Romero el pastor de los pobres, que en medio de las dificultades siempre tenía una palabra para su pueblo, con una vida sobria pero llena de lo más valioso: un amor para todos.

La vida de este santo nos recuerda a tantas personas que sin hacer mucho ruido en los medios de comunicación, les basta el bien que hacen a otros hermanos nuestros en necesidad. Por tanto en este tiempo es más que claro que la invitación es compartir al Señor resucitado, el pan de la esperanza, de la bondad, del perdón y de la conversión, como diría monseñor Romero: Este es el pensamiento fundamental de mi predicación: nada me importa tanto como la vida humana... (Homilía 16-03-1980).