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P. Guillermo Jiménez s.x.

Diálogo con quien es diferente

Los autores del primer libro de la Biblia (Génesis), nos muestran que Dios quiso crear al ser humano «a su imagen y semejanza» (Gn 1,26), que hay igualdad entre el hombre y la mujer al poner en boca del adam (hombre) esta expresión: «Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2,23). San Pablo comprendió muy bien este pensamiento teológico y nos lo transmitió de esta manera: «Todos son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo se han revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos ustedes son uno en Cristo Jesús.» (Gal 3,26-28). Si tal es la voluntad del Creador, ¿por qué existen las diferencias?

Para los autores del Génesis, el ser humano empieza a darse cuenta de las diferencias debido al diálogo con la serpiente, quien hace sentir que Dios es envidioso, que no quiere que seamos iguales a Él, pero que infringiendo sus leyes podremos ser como Él (cfr. Gn 3,5); la envidia empuja a Caín a matar a su hermano Abel (cfr. Gn 4,3-5) y el deseo de ser grandes y llegar hasta cielo incita a los hombres a construir una torre (cfr. Gn 11,4).

Las diferencias que obstaculizan el diálogo, no vienen del aspecto físico o de la proveniencia, no son verdaderos obstáculos para quien se sabe creado a imagen y semejanza de Dios, tal y como lo vive Jesús en su diálogo con la Samaritana, la cual se admiró y le dijo: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Jn 4,9), sin embargo, Él rompió esa barrera de la diferencia de raza y de sexo y dialogó libre- mente con ella hasta llevarla a creer en Él.

La gran barrera que impide el diálogo viene del ser de la persona misma, y no puede reaccionar ni pensar como los demás, por eso el profeta Oseas puso en boca de Dios esta frase: «No daré curso al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque soy Dios, no hombre» (Os 11,9). Por ello san Juan dice que «nosotros somos de Dios. Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. En esto conocemos el espíritu de la verdad y el espíritu del error» (1Jn 4,6). Es lógico que si no hay escucha del otro, no puede haber diálogo, sin embargo, el creyente es enviado a hacer discípulos de todas las naciones (cfr. Mt 28,19), a unificar, a allanar las diferencias y necesita seguir el ejemplo de Jesús mismo para poder entrar en diálogo con gente de otro pueblo, tal y como lo encontramos en el diálogo con la Samaritana. La finalidad no es hacerse como ellos, ni “ser del mundo” para poder dialogar, sino más bien ayudarlos al cambio para que sean “hijos de Dios”, discípulos de Jesús.