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P. Juan Olvera s.x.

Una espiritualidad sobria y profunda

Tanto las virtudes humanas como la preparación cultural no bastan al misionero porque su acción se coloca en el plano de la fe. El misionero necesita una sólida espiritualidad que le ofrezca la posibilidad de enfrentar los retos, dificultades y sorpresas propias de la misión. Por lo tanto, el Fundador pide a los que se preparan a la vida misionera, “un espíritu de fe y una vida espiritual que les permita crecer interiormente en el ejercicio mismo de su mismo ministerio”, el misionero, por lo tanto, “debe cuidar su propia santificación para poder procurar mejor la de los demás”.

Por consiguiente, insiste sobre la fidelidad a unos momentos indispensables de oración formal descritos ampliamente en la Carta Testamento número ocho: “No dejemos nunca la meditación diaria, la lectura espiritual, la visita al Santísimo, la confesión, a ser posible semanal; el rezo del rosario, el examen de conciencia general y particular, los Ejercicios Espirituales cada año y el retiro mensual o por lo menos la oración de la preparación para una buena muerte. Y Jesús Sacramentado, por el que somos sacerdotes y apóstoles, sea siempre el centro de nuestros pensamientos y de nuestros afectos. Es al pie del Sagrario donde cada día hemos de templar nuestras energías para nuevas fatigas”.

Por el contrario, evita la multiplicación de prácticas porque sabe que el misionero es un contemplativo en la acción.   Su ejemplo, palabras y prácticas personales enseñan la fusión necesaria entre vida contemplativa y activa: “el celo es amor de Dios puesto en obra”. El centro de su espiritualidad es el espíritu de fe viva que nos habitué a “ver a Dios, buscar a Dios amar a Dios en todo” y que “en todas las circunstancias” tengamos a Cristo frente a nosotros para que nos acompañe a todas partes. Por lo tanto, podemos decir que la fe será, por consiguiente, “la norma de conducta” del misionero, según la cual se conformarán sus sentimientos, sus palabras y obras.

En esta perspectiva de la acción apostólica que nace y se alimenta en la contemplación de Nuestro Señor Jesucristo, el Fundador quiere para sí mismo y para sus misioneros la unión íntima entre misión y consagración religiosa. De hecho, ve la vida religiosa como una donación total y radical a Dios, para la salvación de los hermanos.