Skip to main content

El Señor en este tiempo de redención y salvación, viene a nosotros no con la espada flameante del querubín que desterró a nuestros padres del paraíso terreno, sino con la voz del padre amoroso que nos llama a acercarnos a Él, para readmitirnos en su amistad y hacernos gustar los frutos suavísimos de su bondad divina. No es el ángel ejecutor de su justicia, sino es el mismo Verbo encarnado que desciende a nosotros, autor de la nueva alianza, que nos repite las consoladoras palabras: vengan a mi todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso.

Que estén fatigados, o que estén cansados de correr detrás de las falaces promesas del mundo para obtener una felicidad y una paz que el mundo no ha podido dar. Que están agobiados, es decir, culpables de muchos errores y esclavos de sus pasiones, y, por tanto, dignos de condena y castigo. No ha venido, añade, a llamar a los justos, sino a los pecadores, porque no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. No ha venido para dispersar sino para salvar.

 Aquí está, hermanos, el espíritu que da forma al Jubileo y a la alianza que Dios quiere estrechar con nosotros. De las palabras del Redentor todo respira clemencia, misericordia y perdón. El Señor nos llama con la voz del corazón, con la palabra de amor; si así todavía nos perdemos, eso es efecto de la obstinación en el mal; nos perdemos porque nos queremos perder.

El Señor nos ofrece la paz, paz honrada, noble y divina, nos asegura la gloria eterna, nos ofrece el perdón, la abundancia profunda de su gracia. Es desconocido por tantos nuestro Señor Jesucristo, se le blasfema, se le ultraja, mientras una cantidad no pequeña de cristianos, sin llegar a la negación de Dios y de Jesucristo, de hecho, viven en la más completa indiferencia y apatía para todo aquello que se refiere a la relación con nuestro Creador y Redentor. Ahora bien, llega propicio el santo Jubileo para sacudir, rehabilitar y santificar a cuantos tienen necesidad. ¡Oh! Con razón podemos elevar el cántico del salmista: ¡la misericordia del Señor, cantaré eternamente!

 Reafirmamos, por tanto, hermanos e hijitos queridos, nuestra fe en Dios y en Aquel que Él ha enviado en la plenitud de los tiempos y no nos arrepintamos de corresponder a la invitación del Padre común de los creyentes. (San Guido, Homilía sobre el Jubileo, 25 de diciembre de 1924, Catedral de Parma, FCT 27, pp. 173 -174).