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Rafael Aguilar s.x.

Nos dio lo mejor

Qué tal estimados lectores misioneros, en esta ocasión quisiera compartirles que Dios es comunidad y lo recordamos en este mes en que celebramos la Santísima Trinidad: Dios Papá, Hijo y Espíritu Santo. Él ha querido manifestarse así, en la comunión, pues no es un Dios aislado sino en armonía con su pueblo. Precisamente en el pueblo, en los momentos comunitarios, descubrimos su presencia, en cada instante que logramos compartir lo que somos y lo que tenemos.

Recuerdo con alegría la primera vez que tomé conciencia de la presencia real y concreta de Dios, fue en una comunidad del estado de Morelos que se llama Tlaquiltenango, yo era un adolescente que quería tener nuevas aventuras y vivir la misión de semana santa en ese lugar, para enseñar lo que con esmero habíamos preparado durante meses. Mi sorpresa fue que, al llegar allá, muchas cosas de las que habíamos previsto no nos fueron del todo útiles.

Comenzamos a visitar las familias para invitarlas a participar de los oficios litúrgicos. En una de esas casas nos abrió su puerta una anciana de nombre Rosario, que vivía con un perro y una gallina, era evidente que eran sus mascotas, más aún eran su compañía. Las personas del lugar se habían puesto de acuerdo para turnarse en brindarnos la comida, uno de esos días tocó que doña Rosario nos diera de comer y fuimos de nuevo a su casa. Al llegar ahí, inocentemente, le pregunté ¿dónde anda su gallina? y una de mis compañeras misioneras me codeó molesta para que me callara, pues la gallina estaba en nuestro plato.

En ese momento, además de “sentir feo”, comprendí que esa anciana era mucho mejor que yo, pues yo iba con la pretensión de enseñar mientras, ella me estaba dando una de las más grandes lecciones que me siguen acompañando en mi vida: compartir lo que tenemos. Ella nos dio lo mejor que tenía, casi todo lo que tenía, la gallina que le hacía compañía, porque nosotros éramos los misioneros que veníamos de lejos y merecíamos lo mejor, ese era el pensamiento de aquella anciana.

Han pasado casi veinte años del día que visitamos aquella casa y todavía lo recuerdo con cariño, tal vez doña Rosario ya no viva, pero vive en mis recuerdos porque me enseñó a dar con generosidad, a dar de corazón. Esa anciana me mostró el rostro de Dios, desde ese momento mi vocación misionera fue tomando fuerza y convicción. Y, aunque me sentí mal, con hambre me comí esa sabrosa gallina, porque esa comida estaba hecha con amor.

Ahora comprendo que así es la vida misionera, tu llevas a Dios en la Eucaristía, en la Palabra y en tu persona. En las comunidades lo descubres en la gente y en estos signos concretos que nos recuerdan que Él se hace presente cuando compartimos. Pienso que quizás por eso quiso darse como alimento, porque cuando comemos nos reunimos para convivir, para celebrar, para compartir el mismo pan que es la vida misma.