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P. Juan Juárez s.x.

El mismo rostro

Cuenta la leyenda que cuando los Dominicos encargaron a Leonardo Da Vinci pintar la escena de la última cena en el comedor del convento de Santa María de las Gracias, se dio a la tarea de buscar a las personas que representarían a cada uno de los personajes, comenzando por Jesús. Quería que fuera una persona que tuviera un rostro libre de cicatrices, mostrara inocencia, serenidad, pero hermoso. Después de algunos meses seleccionó a un joven de 19 años.

Después de tres años de trabajo, para concluir la obra, Leonardo comenzó buscar a quien representaría a Judas, debería tener un rostro tan sombrío, que mostrara a una persona que, habiendo recibido tantos beneficios de su Señor, poseyera un corazón tan depravado como para traicionarlo. Le contaron que en los calabozos de Milán había un hombre que tenía esas características.

Pidió permiso de entrar a la cárcel y hacer el boceto del rostro que le faltaba para concluir la obra.  Al despedirse, el preso le dijo a Leonardo: ¿Acaso no me reconoces? Soy el mismo joven cuyo rostro escogiste para representar a Cristo hace tres años.

Cuando nos dicen frases como “te ves preocupado”, “te ves muy feliz”, uno intuye que viendo nuestra cara se han dado cuenta de lo que estoy viviendo. Ya desde la antigüedad se creía que los ojos son el espejo del alma, y lo mismo puede decirse del rostro, a través de él se pueden manifestar las emociones que hay en nuestro corazón.

Uno está acostumbrado a ver los rostros de las personas con las que convivimos a diario, pero basta que no las vemos durante un tiempo y se puede notar si ha habido un cambio. Rostros que antes transmitían paz y felicidad pueden llegar a transmitir incluso odio. Y al contrario rostros que antes tenían una expresión de tristeza ahora se ven radiantes. ¿Qué provoca estos cambios?

El rostro no solo nos identifica físicamente, sino también expresa nuestra propia historia. No sin razón un autor decía, observa el rostro de la persona, porque dice mucho más de lo que dicen sus palabras, y el mal y el bien, en la cara se ven.

 En los relatos sobre la resurrección, llama la atención que las personas cercanas a Jesús lo confundan con otra persona. ¿Cómo es posible? Llama también la atención que en el Cuerpo de Jesús resucitado siguen estando presentes las cicatrices de la crucifixión, y aun cuando los evangelistas no lo mencionen, ¿se podría suponer que también en su rostro están las cicatrices de la corona de espinas y los golpes que recibió?

El que no lo reconozcan, se podría comprender en primer lugar porque después de la resurrección el rostro de Jesús deja entrever su divinidad. En segundo lugar, el abandono, la violencia sufrida durante su pasión, no logran que Jesús responda con la misma moneda, sino al contrario, si en esos momentos difíciles de sus labios salen palabras de perdón, de consuelo, de compasión, es gracias a los largos momentos de oración que dedicaba para estar con Dios. Esta cercanía con su Padre Dios, le permitió no perder la fe. Su rostro desfigurado, no impidió que mostrara un rostro lleno de esperanza.

Creo que también nosotros deberíamos seguir el ejemplo de Jesús, si queremos vernos bien, no basta con los cuidados externos, sino sobre todo cuidar lo que hay en nuestro interior, para que en nuestro rostro resplandezca la serenidad, la alegría, gracias a que estamos en paz con Dios, con nosotros mismos y con los demás.